(11) Explorando el norte de San Francisco: Sonoma, Napa, Muir Woods y Point Reyes


Las vacaciones se acercan a su final y planeamos las últimas excursiones por el área norte. El primer día, el pasado lunes, por la comarca vinícola de Sonoma y Napa, y el segundo, ayer, a través de las reservas naturales de Muir Woods y Point Reyes.


A la entrada de Sonoma, ciudad de la que lo desconocíamos todo, paramos en un pequeño parque de atracciones basado en el tren. Está dirigido a los niños, pero a la entrada mantienen varios vagones de época que revisamos con detalle.



En el pueblo empezamos a dar vueltas sin saber qué íbamos a encontrar, y nos enganchó. De entrada tiene una configuración bien marcada, lo que no es habitual, con una gran plaza en cuyo centro hay un parque de gran tamaño muy atractivo. 


Y en los cuatro laterales, comercios y entradas a patios enormemente cuidados, donde hay tiendas, restaurantes y similares. 



Encontramos hasta una panadería/pastelería vasca con productos de lo más goloso, pero desgraciadamente era muy temprano para ceder a la tentación. 


En el recorrido localizamos una misión de los franciscanos, precisamente la construida más al norte de California y similar a las otras que hemos visto.


Muy cerca, un antiguo cuartel de los mejicanos, que concentraron sus tropas en esta localidad cuando se hicieron con California tras independizarse de España, aunque les duró poco, apenas un cuarto de siglo. 



El cuartel, construido en adobe, lo mismo que la misión, encierra un museo y explica lo que allí ocurrió y la vida de los soldados. Interesante. Muy cerca de allí entramos a probar unos quesos en una fábrica muy tradicional de la zona y nos llevamos unos cuantos para España.


De allí nos desplazamos a Calistoga, ya por terrenos vinícolas y viendo en todo momento bodegas y fincas con vides. Este pueblo cuenta con lo que fue una antigua estación de ferrocarril que han reconvertido en zona comercial. 


Está al aire libre y  han construido un pasadizo de madera elevado entre los vagones, que son las tiendas actuales. Esta era la estación. 


Al margen del vino, es una localidad balnearia,  que complementan una economía basada en el vino. 


La tercera parada del recorrido era Napa, que da nombre al condado y a la zona famosa zona vitivinícola de California. 


El paisaje es el habitual en estos casos, aunque solo pensábamos hacer una parada en una bodega conocida por su muestra de arte.


Se trata de la colección Hess, y antes de verla recorrimos lo que dejan ver de la bodega, que no es mucho, y nos llamó la atención un blanco que fabrican con uva Albariño, cuyo origen imaginamos, pero que no llegamos a probar. Su precio no era barato, más de 20 dólares la botella en bodega.


El pueblo en sí nos decepcionó un poco. No estaba mal, pero ni mucho menos tenía el nivel de Sonoma aunque es la capital. Tiene unas callas apañadas y algunas tiendas y locales agradables, pero sin el atractivo de la otra. Encontramos este homenaje a siete soldados de la localidad caídos en Irak y Afganistán,


Pero más que el pueblo, nos decepcionó la colección de arte de la bodega , moderno, que salvo excepciones, no consiguió encandilarnos lo más mínimo, aunque seguramente tiene su público y su valor incalculable.


Las opiniones al respecto son siempre muy personales, pero no logramos entender el motivo de que sea la principal atracción turística de Napa, según Trip Advisor. 



Y respecto a la bodega, solo vimos las cubas de decantación, estos barriles y un somero vídeo de unos pocos minutos. Mejorable, sin duda. Y de la degustación pasamos, pues eran las cuatro de la tarde y no era cosa de probar cuatro vinos (25 dólares per cápita) a palo seco con el estómago vacío. Y mucho menos el conductor. Además, lo cierto es que llevamos ya días cenando con vinos de la zona.


Desde aquí, con la atardecida, regresamos a casa. 



A la entrada de San Francisco hicimos un pequeño desvío para tener una perspectiva nueva del Golden Gate Bridge y la ciudad, desde la zona denominada Marin Headlands.



Se trataba de verlo desde enfrente , algo que también nos recomendó Toro, el amigo de Alfonso de la infancia con el que estuvimos días atrás. La visión es imponente y nuestro enemigo fue el tiempo: hacía algo más que fresco y un fuerte viento, que ni siquiera se aguantaba con jersey y chubasquero. Por algo Mark Twain dijo aquello de que el mejor invierno que había conocido era el verano de San Francisco. 


No sabemos cuando hará calor aquí, que parece que nunca, pese a que a unos pocos kilómetros el sol brilla y la temperatura se dispara. Así ha ocurrido cada vez que nos hemos movido.


Por ejemplo el miércoles. Tras la visita turística del lunes tocó contacto con la naturaleza. Madrugamos un poco y salimos a las 9,30 en dirección a Muir Woods.


Se trata de un bosque de secuoyas, que se diferencias de las de Yosemite en que no son gigantes, sino las llamadas sepervirens o simplemente redwoods pero aún así impresionan. En la foto superior, un tronco en el que han datado fecha de su existencia con acontecimientos ocurridos en el mundo, incluido su nacimiento, en el 709 antes de Cristo o la llegada de Colón a América. Así se pone en valor su longevidad. Otra vez nos sentimos muy insignificantes.


Durante unas horas, hicimos uno de los varios recorridos que tienen diseñados en este parque, que también estaba atestado de gente en la zona central, pero luego andando un rato éramos muy poquitos. 


Junto con las secuoyas existe un bosque al uso, tremendamente frondoso, en el que casi no pasa la luz y en el que es una gozada caminar. 


El bosque se ha conservado gracias a que en 1905 un hombre de negocios, William Kent, y su mujer, Elizabeth, compraron el terreno para preservarlo y proteger uno de los últimos grupos intactos de secuoyas, que después donaron al gobierno federal, y que se encargó de conservar John Muir.


En el momento de irnos comprobamos como una lechuza había revolucionado a los presentes, aunque ella permanecía arrogante, como ajena al barullo...


pese a que docenas de miradas la escrutaban y la inmortalizaban con sus cámaras. 


Salimos de allí con la intención de darnos un baño en Stinson Beach.  Era una  playa enorme, de unos cinco kilómetros y con unas olas algo más grandes que las de Patos. El agua, para nuestros atlánticos criterios, estaba buena, más bien fresca pero no helada. Disfrutamos como enanos y aunque las olas nos revolcaron varias veces, nos dimos el bautizo del Pacífico. 



Camino de Point Reyes localizamos casi por casualidad unas manadas de lo que creemos que son focas, como siempre dormitando. 


No lo sabemos con exactitud, porque aunque el zoom hace milagros, estaban en una lengua de arena en medio de una entrada de mar a cierta distancia, 



Dimos unas cuentas vueltas, incluido un pueblo, Bolinas, del que habíamos leído que sus moradores, que mantienen una actitud de cierto hipismo, retiran los carteles y las señales para evitar la visita de turistas. 


No lo pudimos confirmar, pero, efectivamente, carteles no había ni uno. En cualquier caso, tomamos un bocata en un salón muy típico de la América profunda y nos atendieron bien.


Y finalmente Point Reyes, al menos una parte, una franja litoral protegida que se desplazó seis metros al norte en el terremoto de San Francisco ya que es una zona especialmente vulnerable, al estar situado justo al lado de la falla de San Andrés.


Estuvimos en una playa salvaje, larguísima, en la que salvo unas personas y tres caballos montados por unas niñas, no había nada. 




Ni casas, ni postes de energía eléctrica, ni un chiringuito, nada. Práctica ausencia de civilización y una gran tranquilidad. 


Nos alargamos un poco porque vimos varias veces cabecitas en el agua de focas que desaparecían, , pero ninguna vino hacia la arena,


Tras ello, regreso a casa con una sensación de lo más placentera.

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